Parece que los triángulos de emergencia, esos viejos compañeros de viaje que llevamos en el maletero desde siempre, tienen los días contados. La DGT, siguiendo el dictado de Bruselas y su obsesión por la digitalización absoluta, ha decidido que a partir del 1 de enero de 2026 los triángulos dejarán de ser válidos. En su lugar, será obligatorio llevar una baliza V-16 conectada a la red DGT 3.0.
Sobre el papel, suena bien: más seguridad, menos riesgos, tecnología al servicio del conductor. Pero no todo el mundo lo ve igual. Para muchos, este cambio es un ejemplo más del exceso de celo normativo que caracteriza a la Unión Europea, donde cada avance acaba acompañado de una nueva obligación y, claro, de un nuevo gasto.
Adiós a un clásico… por decreto
Durante décadas, los triángulos de emergencia cumplieron su función con dignidad. Eran baratos, universales y fáciles de usar. Pero también peligrosos: salir del coche en plena autopista para colocarlos supone un riesgo real, especialmente de noche o con mal tiempo.
Esa es la principal razón por la que la DGT defiende las nuevas balizas conectadas. Basta con sacar el brazo por la ventanilla, colocar el dispositivo sobre el techo y listo. Sin moverse del coche, sin jugarse la vida. En ese sentido, la idea es impecable.
El problema llega cuando la buena intención se convierte en obligación acompañada de sanción. Porque, como siempre, la teoría es una cosa y la realidad otra: no todas las balizas del mercado están homologadas, algunas cuestan más de lo que muchos conductores pueden pagar, y otras directamente no estarán conectadas a la plataforma de la DGT aunque lleven el sello.
La digitalización del tráfico… ¿o un nuevo negocio?
Detrás del cambio hay una justificación técnica: las balizas V-16 conectadas envían automáticamente la ubicación del vehículo a la DGT 3.0, lo que permite advertir a otros conductores o a los servicios de emergencia en tiempo real. Un avance útil, sí, pero también un paso más en la vigilancia digital de la conducción.
Cada luz encendida registrará la posición exacta del vehículo y se comunicará con la red pública. En teoría, esos datos se usarán solo para mejorar la seguridad vial, aunque muchos se preguntan hasta dónde llegará esa “conectividad” y quién gestiona realmente toda esa información.
Además, no se puede ignorar el interés económico que hay detrás: los fabricantes de balizas y las empresas que gestionan la conectividad se han asegurado un mercado cautivo de millones de conductores que, antes de 2026, tendrán que pasar por caja.
Europa y su fiebre por regularlo todo
La medida no es aislada: forma parte de una tendencia europea de regular hasta el último detalle del automóvil, desde las emisiones hasta los sistemas de asistencia. Todo en nombre de la seguridad y la sostenibilidad, aunque muchas veces a costa del bolsillo y la paciencia del ciudadano.
Las balizas V-16 conectadas son solo un ejemplo más de esa burocracia tecnológica que, aunque útil en parte, deja la sensación de que cada nuevo avance viene con una factura añadida.
Entre la utilidad y la imposición
Nadie discute que las nuevas balizas son más seguras. De hecho, funcionan muy bien y han demostrado reducir el riesgo de atropellos. Pero el problema no es la tecnología, sino la forma en que se impone.
Quizá hubiera bastado con una transición más gradual, o con permitir ambos sistemas durante más tiempo. En cambio, se ha optado por la vía rápida: prohibir lo anterior y obligar a comprar lo nuevo.
Así que sí, los triángulos se van, y las balizas llegan con todas las bendiciones de la DGT y la UE. Son útiles, efectivas y modernas, pero también un recordatorio más de que la seguridad vial, en Europa, va cada vez más de la mano del control y de la normativa que del sentido común.
En definitiva, el cambio tiene lógica técnica… pero deja un regusto amargo: el de que cada mejora en la carretera parece ser, también, un nuevo peaje para el conductor.


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